lunes, 2 de febrero de 2015

Es extraño extrañar


Santiago últimamente camina sin rumbo. Solo los cigarrillos lo acompañan por las calles angostas de Miraflores. Anda a paso lento, arrastrando los pies, como si el tiempo no fuera un problema. Cada cigarrillo se acaba a las cinco cuadras y ese es el instante en que su mundo parece entrar en una cámara lenta interminable.

En esos momentos, comienza a negar con la cabeza suavemente. Se muerde el labio inferior con los dientes. Parpadea con velocidad. Coloca su mano sobre su boca y nariz como si quisiera asfixiarse. Respira tan hondo como sus pulmones se lo permiten. Se frota la frente con violencia. Y levanta los hombros, como queriendo demostrarse que no le importa. Deja caer el cigarrillo y lo apaga con ímpetu. Mira al cielo y le habla sin hablar.

Lo encuentro. Está en medio de la calle negando mil veces con su cabeza. Me dice que no sabe qué le pasa, que a pesar de regresar a donde estaba parado hace tres meses, nada está ya en su sitio. Antes, me confiesa Santiago, podía comer solo en un restaurante, o tomarse unas cervezas en la barra de un bar y hasta ir solo al cine. Ahora, en cambio, ni siquiera puede estar en su casa con la televisión apagada.

Me lo cuenta todo sin haberle preguntado algo. Lo interrogo si está triste y me contesta con una carcajada. "Yo no soy de esos, brother. Ya está, ¡ella se fue!", dice Santiago. Sus dientes están congelados y su labio, torcido: es una imitación de sonrisa en realidad. "Yo no soy de deprimirme. Un puchito y estoy tranquilo", reitera y me enseña una cajetilla semivacía de Marlboro Rojo.

Se despide de mí. Me da la mano y la ajusta, como queriendo probar su fuerza. Se aleja. A mitad de camino noto que ya no mira al frente sino al suelo y que sus hombros se van cayendo a cada paso. Vuelve a prender un cigarro, como si fuera una muleta que le permite caminar. Otra vez no sabe a dónde va.

Su camino lo lleva a Larcomar. Una vez más, apaga el cigarrillo. Pero esta vez Santiago no logra controlar el asco que le da ver a tantas parejas besándose, y abrazándose. "No quiero", le grita a una niña que le ofrece una rosa. Llega hasta el mirador donde están los telescopios públicos. Se para encima de uno. Le hace espacio a su recuerdo. Apunta la vista a la cruz iluminada de Chorrillos, esa que siempre veían juntos.

La imagen se desdibuja por las lágrimas que han cubierto el visor. Santiago se asombra, se asusta. Las seca con velocidad y mira a su alrededor. Saca otro cigarrillo de la cajetilla, pero esta vez no lo prende. Ya nada logra ahogar esa sensación. Nada logra asfixiar su recuerdo.

[Fuente: Fe de Ratas]

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